20 de julio de 1813

20 de julio de 1813

«El 20 de julio de 1813 era promulgada la Constitución de 1812 en Zaragoza. El lugar elegido para ello fue lo que hoy es plaza España tras una procesión cívica que había transitado la actual calle Don Jaime. Soberanía nacional, estricta división de poderes, la conversión de los españoles de ambos hemisferios de súbditos a Ciudadanos con una serie de Derechos y Libertades, el imperio de la Ley frente a la arbitrariedad, la revolución del voto, la responsabilidad ministerial que obligaba a los ministros a responder ante las Cortes, el fomento de la Educación pública y el objetivo de conseguir la felicidad de la Nación eran algunos de los postulados recogidos por aquél texto constitucional.
El despotismo intentó borrar todo aquello, pero con aquella Constitución se iniciaban doscientos años de avances y retrocesos, de revueltas, revoluciones, pactos, concesiones, reformas y conquistas ciudadanas que irían plasmando en distintos textos constitucionales Derechos de la Ciudadanía. La revolución española no fue menor que otras, España no fue un país peculiar entonces. Hoy, doscientos años después del inicio de aquél proceso es interesante rescatar las palabras de un liberal progresista que en 1836 se puso a la cabeza de la junta revolucionaria de Zaragoza que reinstauró por tercera vez la Constitución de Cádiz: “El progreso puede ser más o menos pausado, el retroceso es siempre rápido y violento”. – Daniel Aquillué Domínguez (Villamayor, Zaragoza).

La noche del 9 de julio de 1813 las tropas francesas abandonaban definitivamente Zaragoza, volando, tras de sí, el último arco del puente de Piedra. De este modo se cerraba el periodo de ocupación napoleónica, y la ciudad entraba, de manera abrupta, en el siglo XIX.
La alegría por la liberación no podía ocultar, sin embargo, un paisaje desolador. Los trágicos acontecimientos de los Sitios de 1808 y 1809 habían provocado un elevado grado de destrucción del caserío. Algunos de los edificios más representativos estaban seriamente dañados y otros, incluso, habían desaparecido. La población había descendido desde los 45.000 habitantes de finales del siglo XVIII a apenas 30.000, y la actividad económica se había resentido profundamente.
La ciudad necesitó toda una centuria para recuperar su pulso vital. El siglo XIX se conformó como un proceso de reconstrucción en el que, sólo superado su ecuador, se comenzaron a manifestar síntomas de expansión.
Hasta 1850 la labor prioritaria consistió en la recuperación de los espacios urbanos y de inmuebles que habían resultado afectados por la guerra. Así, en el mismo 1813, Tiburcio del Caso repararía la iglesia de San Fernando; Antonio Vicente haría lo propio con la Cruz del Coso en 1826, y José de Yarza Miñana llevaría a cabo una trascendental tarea de recuperación de edificios religiosos entre los que destacaron la iglesia de Nuestra Señora del Portillo, la iglesia y convento de las religiosas de Santa Mónica, ambas en 1827, el convento de los padres Capuchinos, en 1829, y el convento de los padres Trinitarios Descalzos, en 1830. Este proceso no culminaría hasta 1887, cuando Mariano López Altaoja redactó el proyecto de reconstrucción de lo que quedaba de uno de los edificios más emblemáticos de la destrucción causada por los Sitios: el templo del monasterio de Santa Engracia.
En este contexto reconstructor no hay edificaciones de nueva planta significativas. Hay, eso sí, un proyecto urbanístico de enorme magnitud por lo que tuvo de origen de la Zaragoza moderna: el paseo de la Independencia, nacido, paradójicamente, de la destrucción generada por la lucha contra las tropas francesas.
La crudeza de los ataques lanzados desde las elevaciones del monte de Torrero arrasó la zona comprendida entre las puertas de Santa Engracia y Quemada, profundizando hasta la Cruz del Coso. Era éste un espacio caracterizado por el predominio de construcciones eclesiásticas entreveradas de huertas, y atravesado por la calle de Santa Engracia. Ya durante la ocupación francesa, en 1812, el maestro de obras Joaquín Asensio Martínez propuso la reordenación de este espacio urbano mediante el trazado de un amplio paseo, denominado Imperial, que uniría la actual plaza de España, solar de los destruidos monasterio de San Francisco y Hospital de locos, con la puerta de Santa Engracia.
Urbanísticamente el proyecto cuajó pronto. Frente a la citada puerta convergían los caminos arbolados trazados por la empresa del Canal Imperial de Aragón para acceder a sus instalaciones de Torrero y la Casa Blanca. El primero sería el origen del paseo de Sagasta mientras que del segundo nacerían el de Pamplona y la avenida de Hernán Cortés. El nuevo paseo unía el núcleo urbano tradicional con este punto clave en la futura expansión ciudadana hacia el sur. El lugar de encuentro sería la Glorieta, actual plaza de Aragón, que adoptó su disposición ovalada ya en 1840 al trazar Nicasio López sus jardines.
Desde el punto de vista arquitectónico, el proceso habría de ser algo más lento. Las propuestas de Tiburcio del Caso, en 1833, y la conjunta de Joaquín Gironza Jorge y José de Yarza Miñana, en 1834, para regularizar el diseño de las construcciones del paseo, no llegaron a materializarse. En 1843 se presentó un nuevo proyecto, esta vez sin firmar aunque sea atribuible a los mismos arquitectos puesto que repite las líneas básicas del anterior, en el que ya aparecen los característicos porches. Por fin, en 1851 el madrileño José Segundo de Lema realizó el proyecto para las viviendas más próximas a la plaza de España siguiendo el modelo porticado, con lo que el paseo comienza a adquirir su forma definitiva.
La consolidación del paseo como eje de la expansión burguesa era firme ya en la década de los años 60. Sin duda se trató de un inequívoco síntoma de la progresiva recuperación ciudadana que caracteriza la segunda mitad del siglo XIX y que tuvo en el año 1861 dos hechos que, en el futuro inmediato, habrían de resultar trascendentales. Por un lado, el trazado del Plano Geométrico realizado por José de Yarza Miñana, que venía a fijar y reforzar las reformas parciales ejecutadas hasta entonces y apuntaba los próximos ámbitos de actuación urbana. Por otro, la llegada del ferrocarril a la ciudad, que actuaría como dinamizador económico, motor de atracción demográfica y generador de nuevos e incontrolados espacios en la periferia urbana.
Casi al mismo tiempo el corazón de la ciudad histórica era objeto de una actuación urbanística de enorme trascendencia: la apertura de la calle de Alfonso I. Su trazado vino a suponer la primera gran intervención de urbanismo moderno en un casco antiguo que aún conservaba la impronta de su origen romano. Entre 1866 y 1868 su amplia y rectilínea alineación, trazada por el arquitecto Segundo Díaz Gil, reemplazó al tortuoso devenir de callejuelas que unían la plaza del Pilar con el Coso.
A la vez que la calle de Alfonso I se abría paso, se iba elevando la cúpula mayor del templo de Nuestra Señora del Pilar. Su diseño fue fruto de la colaboración de los principales arquitectos zaragozanos del momento: Pedro Martínez Sangrós, Mariano Utrilla, Mariano López, José de Yarza Miñana y Juan Antonio Atienza. La construcción, realizada entre 1865 y 1869 por estos dos últimos profesionales, no sólo comenzó a definir la silueta externa del templo, sino que, en combinación con el trazado de la calle de Alfonso I, generó una de las imágenes más representativas y reiteradas de la ciudad decimonónica.
El paseo de la Independencia y la calle de Alfonso I constituyen la mayor expresión del urbanismo zaragozano de todo el siglo XIX. El primero como eje de expansión y la segunda como vertebradora de la trama histórica, participan de un modelo burgués de concepción escenográfica de la ciudad. También comparten la presencia en ellas del tipo de arquitectura predominante en Zaragoza durante las décadas centrales de la centuria. En estas construcciones la influencia francesa es evidente. Sin embargo, el eclecticismo estético está atemperado por unas soluciones materiales, formales y ornamentales poco relevantes. La regularidad domina sobre la creatividad, dando lugar a una arquitectura generadora de espacios urbanos pero no de propuestas constructivas destacables.
En el conjunto zaragozano, sólo los edificios más representativos del periodo muestran una relativa voluntad de definición estilística que oscilará entre lo clásico, para los inmuebles de carácter civil, y lo medieval, para los religiosos. Dos ejemplos tempranos de la primera tendencia fueron el palacio de la Diputación Provincial, que Pedro Martínez Sangrós construyó entre 1840 y 1857 en la plaza de España, y la sede de la Universidad Literaria de la plaza de la Magdalena, obra de Narciso Pascual y Colomer en 1849. En la segunda línea se inscriben el convento de Jerusalem, que Antonio de Lesarri proyectó para el paseo de la Independencia en 1852, y la finalización del templo de la Real Casa de Misericordia, donde intervinieron Pedro Martínez Sangrós y Juan Antonio Atienza entre 1862 y 1866.
Pero la máxima expresión del eclecticismo ochocentista había de tener su epicentro zaragozano en el entorno de la plaza de Aragón. Este espacio, límite durante décadas entre lo urbano y lo rural, se incorporó a la ciudad con motivo de la I Exposición Aragonesa de 1868. El fracaso de la muestra contrastó con el éxito de la urbanización del barrio de Canfranc en torno al pabellón construido por Mariano Utrilla. A partir de los años 70 se conformó en la plaza un interesante conjunto de palacetes ajardinados sólo interrumpidos por el poderoso volumen de la sede de Capitanía General.
Como contrapunto de la elegancia señorial de las opulentas residencias levantadas en la plaza de Aragón, en el extrarradio zaragozano comienzan a aparecer las primeras manifestaciones de la arquitectura industrial y del hierro. Fue en los puentes, estaciones de ferrocarril y fábricas, donde los materiales y las formas se liberaron de ataduras estilísticas para expresarse de la manera más racional. Temprano y espectacular fue el puente colgante sobre el río Gállego, en el término de Santa Isabel, que Luis de Lamartinière construyó entre 1839 y 1844; aunque no sería hasta los años 60 cuando comenzara a asentarse esta arquitectura industrial y del hierro en obras como las estaciones ferroviarias del Arrabal y Utrillas, ésta última obra de León Cappa.
La incipiente industrialización convierte pronto a Zaragoza en un foco de atracción demográfica. En principio los contingentes de población son fácilmente asimilados, pero pronto la vivienda comienza a ser un bien escaso, aumenta su precio y, sobre todo, empeoran hasta límites insoportables sus condiciones de habitabilidad. Surgen entonces las primeras voces que reclaman una intervención municipal para atajar no sólo los riegos sanitarios sino, también, de conflictividad social.
Prosperan así un amplio número de iniciativas para la regularización, saneamiento y alineamiento de la red viaria. Se interviene, entre otras, en las calles de San Pablo, Asalto, Liñán, Cortesías, San Andrés, Portillo o Hiedra, en las plazas del Pilar o del Mercado, y en el conjunto de los paseos.
En este proceso es clave la labor de Ricardo Magdalena quien, desde su cargo de arquitecto municipal, desarrolló una extraordinaria labor en la definición urbanística y constructiva de la Zaragoza del cambio de siglo. En sus más treinta años de ejercicio profesional actuó sobre el conjunto de la trama urbana poniendo las bases de la futura expansión ciudadana con proyectos como la urbanización de la Huerta de Santa Engracia y el de aislamiento de la puerta del Carmen (ambos de 1895), la reforma del paseo de Sagasta y la del paseo de Pamplona (1900). Sin embargo, su gran aportación fue la definición de un lenguaje arquitectónico esencialmente zaragozano. A partir de su profundo conocimiento del patrimonio local, proyectó el Matadero Municipal de la calle Miguel Servet (1878), las Facultades de Medicina y Ciencias (1886), el Colegio Militar Preparatorio de la plaza de Santo Domingo (1886), La Caridad (1907) y el Museo Provincial de Bellas Artes (1907), y reformó el Casino Principal (1889), la Universidad Literaria (1900) o la Casa de Amparo (1901).
La simbiosis materializada en las obras de Magdalena entre eclecticismo y regionalismo obtuvo tal éxito que marcó toda una generación de arquitectos locales, quienes trasponen este lenguaje a la arquitectura privada. Por primera vez en la época contemporánea, Zaragoza se puede definir constructivamente con una cierta singularidad gracias al lenguaje regeneracionista inspirado en las formas locales del quinientos.
La atonía formal de la arquitectura de los tres primeros cuartos del siglo XIX comienza a quedar definitivamente superada cuando los materiales surgidos de la producción industrial, y de manera especial el hierro, irrumpen en la actividad constructiva. En Zaragoza, Félix Navarro, riguroso coetáneo de Magdalena, será pionero en la aplicación de grandes estructuras metálicas en proyectos como el Teatro Pignatelli del paseo de la Independencia (1878) o el Mercado Central (1895), a la vez que investiga en otros ámbitos constructivos como el de la residencia burguesa, en el palacio de Larrinaga de la carretera de Castellón (1901); el regeneracionismo, en la Escuela de Artes y Oficios de la plaza de los Sitios (1907); o la arquitectura industrial, en la fábrica de galletas Patria de la avenida de Cataluña (1909/10).
Ahora bien, la recuperación arquitectónica y urbanística de Zaragoza, que caracteriza la transición entre los siglos XIX y XX, no se llevó a cabo de manera incruenta. Los nuevos trazados viarios, las nuevas construcciones o las reformas de inmuebles se hicieron, muchas veces, a costa de una destrucción significativa del patrimonio histórico. Edificios como la Casa de Torrellas (1865), la Puerta del Ángel (1867), la iglesia de San Lorenzo (1868), la casa de Zaporta (1904), el convento de Santa Fe (1908) y, sobre todo, la Torre Nueva (1892), fueron los casos más significativos. Pero tan grave como estas demoliciones resultó la intervención masiva en el caserío tradicional, sometido a la regularización de vanos y renovación de materiales, hasta desnaturalizarlo de forma definitiva.
Progresivamente las torres mudéjares de la ciudad eran sustituidas en el paisaje zaragozano por las chimeneas de las nuevas industrias como la cervecera La Zaragozana, las azucareras de la Sociedad General Azucarera, conocida como la Vieja y la Azucarera del Gállego o Nueva, la harinera de Villarroya y Castellano o las fundiciones de Averly o Mercier. Buena parte de estas industrias se localizan en la margen izquierda del Ebro, atraídas por la facilidad de comunicaciones que les proporcionan la carretera de Barcelona y la estación ferroviaria del Arrabal. La construcción del puente de Hierro, entre 1887 y 1895, resultó trascendental en la mejora de las relaciones entre ambas márgenes del río.
Las industrias y las estaciones ferroviarias, incluida la del Campo Sepulcro construida en 1896 por Luis Montesinos, generaron la aparición de las primeras barriadas obreras. Por su ubicación en el área rural, estas zonas no estaban sometidas a la normativa municipal de construcción, lo que facilitaba su crecimiento desordenado y, a medio plazo, su nula integración con el casco histórico. Así surgieron los barrios de Monforte, las Delicias, Hernán Cortés, Cariñena, Venecia, Colón, Utrillas, Esperanza, San José, Pignatelli, Comín y Las Fuentes, entre otros.
De esta manera Zaragoza se configura, en las primeras décadas del siglo XX como una ciudad contradictoria, con un casco histórico compacto frente a unos núcleos de población que la circundan, y en los que vive una parte muy significativa de sus habitantes, carentes de las condiciones de comunicación, saneamiento o educación mínimas.
El centro urbano adopta cada vez un aspecto más cosmopolita. Las diferentes corrientes constructivas de la época van quedando reflejadas en las principales arterias viarias, sobre todo a raíz del gran éxito de la Exposición Hispano-Francesa de 1908. Las entidades financieras se decantan por las formas clasicistas y monumentales en obras como la Caja de Ahorros de Zaragoza en la calle de San Jorge, obra de Luis Elizalde y Ramón Cortázar (1910), el Banco de Aragón en el Coso, de Manuel del Busto (1913), el Banco Hispano-Americano en el paseo de la Independencia, de Miguel Ángel Navarro (1916) o el Banco Zaragozano en la plaza de España, de Roberto García-Ochoa (1928). Los locales recreativos y de espectáculos optan por los estilos más vistosos como ocurre en el neonazarí Cine Alambra, de Miguel Ángel Navarro (1911), el decó Cine Ena Victoria, también de Navarro (1912), el modernista Centro Mercantil de Francisco Albiñana (1912) o el ecléctico Cine Doré de Teodoro Ríos (1914). Los edificios públicos e institucionales son proclives al regionalismo más o menos reinterpretado en casos como el grupo escolar Gascón y Marín, proyectado por José de Yarza en 1915, la sede de Correos y Telégrafos, de Antonio Rubio Marín (1921/26), el dispensario de la Cruz Roja, de Miguel Ángel Navarro (1925) o la Mutua de Accidentes de Marcelino Secorum (1926). Por último, la vivienda burguesa de principios del siglo XX tendrá en el modernismo su modo de expresión predilecto y en el paseo de Sagasta su ubicación idónea. Los inmuebles de Julio Juncosa, proyectado por José de Yarza en 1903, y de Emerenciano García, obra de Manuel Martínez de Ubago (1909), son los casos más sobresalientes.
Esta joven generación de arquitectos que protagoniza la actividad constructiva de Zaragoza tras la clausura de la Exposición Hispano-Francesa habrá de afrontar las dos grandes cuestiones de la ciudad hasta la guerra civil de 1936: la planificación del futuro crecimiento urbanístico y la construcción de viviendas sociales. La empresa no era fácil porque a la urgencia de su resolución, derivada del espectacular crecimiento demográfico de los últimos años, se unían las novedades que suponían la revisión del papel de las instituciones públicas en la planificación urbanística, el problema de la titularidad de la propiedad del suelo y el de la naturaleza del ejercicio profesional de la arquitectura, entre otras.
Hasta los años 20 el Ayuntamiento no adopta ninguna iniciativa para afrontar estos problemas, siendo las actuaciones privadas, bien individuales o bien organizadas a través de cooperativas, las únicas reseñables y ello a pesar de la aprobación de normas estatales como la Ley de casas baratas del año 1911. Sin embargo, el aumento de la población, que pasa de apenas cien mil habitantes en 1900 a ciento cuarenta mil en 1920, obligó al Consistorio a elaborar un plan de desarrollo urbano. Su redacción corrió a cargo del arquitecto municipal Miguel Ángel Navarro Pérez, quien propuso una extensión de la ciudad hacia el sur, vertebrándola en función de una avenida, la Gran Vía, que conduciría hasta una amplia zona verde.
El proyecto sufrió numerosos avatares hasta el estallido de la guerra civil. La primera empresa adjudicataria de las obras en 1923, la Rapid Cem Fer, quebró a raíz de las denuncias presentadas por la cooperativa El Hogar Obrero. En 1928 se retoma el proyecto a cargo de la Sociedad Zaragozana de Urbanización y Construcción, y se amplía previendo la construcción de diez mil viviendas en la amplia zona comprendida dentro de los límites marcados por la línea ferroviaria de la M.Z.A., la de Cariñena, la calle de Domingo Miral, el parque de Buenavista y los paseos de Ruiseñores y de Sagasta. En 1934, Miguel Ángel Navarro redacta el Plan General de Ensanche y el Ayuntamiento se subroga las obras reorientándolas hacia un contenido más social y materializándose, finalmente, en la construcción de la ciudad-jardín.
En los años 20 y 30 las cuestiones urbanísticas y arquitectónicas adquieren una importancia social sin precedentes. Los medios de comunicación recogen abundantes noticias sobre las experiencias que en estos terrenos se llevan a cabo en España y Europa, e incluso son frecuentes los debates abiertos sobre el tema de la ciudad. Zaragoza se integra definitivamente en las corrientes de pensamiento internacionales. Surgen entonces dos arquitectos claves en el periodo inmediatamente anterior a la guerra civil: Fernando García Mercadal y Regino Borobio Ojeda. Ambos son portadores de una nueva forma de entender la arquitectura, el racionalismo y, con importantes diferencias, crean las obras fundamentales de la época en la ciudad: el Rincón de Goya (1926/28), los edificios de viviendas en Zurita 18 y plaza de los Sitios 16 (ambos de 1928), y la vivienda del doctor Ricardo Horno (1929), por parte de García Mercadal; y la casa Faci (1925), la Hermandad del Refugio (1929), la Cámara de la Propiedad Urbana (1929/33), los edificios de viviendas de Gran Vía 17 y paseo de Sagasta 31 (ambos de 1931), la casa Hernández Luna (1931), las facultades de Filosofía y Derecho del nuevo campus de la plaza San Francisco (1935) y, sobre todo, la sede de la Confederación Hidrográfica del Ebro (1936), por parte de Regino Borobio, quien trabaja en colaboración con su hermano José desde 1929.
La labor de estos grandes arquitectos resultó trascendental para posibilitar el triunfo de las formas racionalistas en la arquitectura zaragozana, que culminaría en el periodo de la II República. De este modo, aunque perviven con fuerza las manifestaciones de arquitectura historicista, por ejemplo en el grupo escolar Joaquín Costa de Miguel Ángel Navarro (1929) o en el edificio del Heraldo de Aragón de Teodoro Ríos (1930), las líneas más modernas triunfan en obras como la sede de la Compañía Telefónica, de José María Arrillaga e Ignacio Cárdenas (1926), la vivienda de Matías Bergua, de Rafael Bergamín y Luis Blanco (1930), el Frontón Aragonés de Ignacio Mendizábal (1931), la estación ferroviaria de Caminreal de Luis Gutiérrez Soto (1931) o el grupo escolar Cervantes, de Marcelo Carqué (1933).
El inicio de la guerra civil vino a truncar buena parte de las expectativas abiertas por la arquitectura y el urbanismo zaragozano desde mediados de la década de los años 20. La ruptura que supuso en el devenir histórico resultó radical especialmente por lo que implicó de abandono de las tendencias más ligadas a la vanguardia europea. El 18 de julio de 1936 fue, como lo había sido el 9 de julio de 1813, el arranque de una nueva etapa.

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