Es julio de 1809. Zaragoza resiste el asalto francés. Se lucha en el Portillo y en la puerta del Carmen. Entera, la ciudad se ha volcado en las calles y, entre incendios y estruendo, asiste a los heridos y tapona las brechas. Agustina Zaragoza Doménech, una barcelonesa de 23 años, de visita en la casa de su hermana, se incorpora al esfuerzo ciudadano con la misión de llevar provisiones hasta la batería del Portillo. Allí el sargento que la comanda ha muerto. Y, entonces, Agustina, sin que le tiemble el pulso, al grito de «¡Viva España, viva mi rey Fernando!», retoma el botafuego y dispara el cañón. Y Palafox, que acierta a personarse en el justo momento, arranca las jinetas de los hombros del muerto y las viene a posar sobre nuestra Heroína, emocionado. Así se forjó la leyenda y así vino a contarlo Juan de Orduña en aquella película increíble titulada Agustina de Aragón, con el protagonismo de una Aurora Bautista que aportaba a la épica su voz estremecida. Pero no se redujo al ámbito de casa la gloria de Agustina. Porque, en su Childe Harold, también la lanzó Byron a los vientos del mundo. De los abundantes testimonios literarios a que la gesta de Los Sitios dio lugar, pocos tan singulares como el poema que Lord Byron dedicó a nuestra muy heroica Agustina de Aragón en su Peregrinación de Childe Harold (1812). El entusiasmo del poeta inglés es bien patente
La Agustina real. Agustina Zaragoza Doménech parece que nació en Barcelona el 4 de marzo de 1786, en el seno de una familia campesina que sumaba 11 hijos. Casó, bastante joven, con el artillero Juan Roca, personaje difuso que se pierde en la sombra por unos cuantos años en los que Agustina parece convencida, o quiere parecerlo, de que el marido ha muerto en un enfrentamiento con las tropas francesas. Con su estrenada viudedad recala en Zaragoza, en casa de su hermana. Y acontece el asedio en el que Palafox la convierte en sargento por su acción del Portillo. Desde luego, Agustina no era un ser pusilánime, ni se le discuten arrestos. Pero es más que probable que en la elaboración de su imaginario glorioso tuviera algo que ver el oportunismo, sin par, de José Palafox. Los historiadores recientes, que han trabajado poco en la ilustre Agustina, sí que han profundizado, en cambio, en José Palafox. Y, de esta revisión, surge una imagen turbia que recuerda al ternero que mama de dos madres. Palafox iba de fernandista, más tarde arrepentido. Luego, se cubrió con la capa, un tanto afrancesada, de su valedor Cabarrús, y, mientras fluctuaba entre las distintas opciones, intentó derribar a la Junta Central. Pero aseguran que se vendía bien, que aparecía en el lugar preciso y en el tiempo oportuno para desplegar sus encantos. Claro que a Palafox le convenía crear una heroína de dimensión homérica para que resumiera, en su imagen simbólica, el momento estelar palafoxiano como general de los Sitios de Zaragoza, donde su actuación fue un tanto cuestionada y parece que sólo en el segundo tuvo alguna importancia. En el agudo sentido teatral que Galdós atribuye, sin ninguna vacilación, a José Palafox habrá que radicar el impresionante despegue de Agustina. Mujer de armas tomar. La afición militar de Agustina no fue coyuntural, sino que tuvo carácter permanente; ella amaba el cuartel, las acciones guerreras, el escalafón y la nómina, porque en su siguiente destino de la puerta del Carmen figura como sargento de «plantilla». Y aún añadía al sueldo, en virtud de las distinciones que obtuvo, un incremento de 100 reales de vellón. Agustina se quedó en la milicia hasta que, por razón de la edad, tuvo que jubilarse. Jacob, un extranjero que habitó entre nosotros, describe a la heroína vestida con enaguas y una casaca militar muy amplia, con una charretera dorada «y con este atavío tiene un aspecto de soldado». Parece que gustó, en alguna ocasión, de pegar sobre el labio un bigote postizo. Buscaba, tal vez, de un modo estrafalario, afirmar sus poderes en un mundo de hombres y establecerse como sucesora de una estirpe de bravas; la comunera doña María Pacheco o doña Catalina de Erauso, la casta Monja Alférez. Después de Zaragoza participa en el sitio de Tortosa. Dos veces prisionera. Es conducida a Francia y, luego, canjeada. Se incorpora al Ejército del Norte y llega a intervenir en las batallas de los Arapiles y Vitoria. Se ha apuntado, también, que pudo formar parte de la guerrilla de El Chaleco. Tan frenética actividad, en busca siempre de la línea de fuego, le hace recorrer la Península en todas direcciones. Y así, en una ocasión, llega a conocer al mismísimo Wellington en las tierras de Cádiz. Terminada la guerra, el rey Fernando VII la recibe en Madrid y la confirma en el empleo de subteniente de Infantería. Un corazón ardiente. Parece que Agustina también llevaba enaguas, como dijo Jacob, además de casaca. Vaughan, un inglés aristócrata, que la conoció en Zaragoza, dice que, a los 23 años, presentaba el aspecto de una mujer hermosa, con el encanto popular que adorna, en ocasiones, a las clases humildes. Y Jacob nos completa el retrato:
Esta dulce Agustina vivió su gran amor con el soldado Luis Talerbe. Una pasión intensa que duró hasta el fin de la guerra, en 1814. Porque, en ese momento, vuelve a aparecer en su vida aquel primer marido, el sargento de artillería Juan Roca, al que creyó difunto. La situación es confusa y Talerbe toma la decisión de quitarse de en medio y embarcar hacia América. Tampoco los historiadores lo han visto más claro que Talerbe. Esdaile, que oyó alguna campana, atribuye al sargento caído en el Portillo la condición de amante de Agustina, mientras García Cárcel, que conoce el asunto, apunta la posibilidad de que si en la relación entre Talerbe y ella se llegó al matrimonio estaríamos ante el hecho espantoso de una heroína bígama. Muerto, de verdad, Roca, en 1823, Agustina se casa con un médico joven, Juan Cobos. El tiene 27 años y ella, 38. Hubo una hija, que se llamó Carlota, y dio, más tarde, en escribir novelas. Mientras tanto, Agustina es destinada a Ceuta como subteniente del Regimiento Fijo, puesto en el que se retira. De su matrimonio con Cobos poco puede decirse. Acaso una débil conjetura de tono ideológico. Porque Cobos se convirtió al carlismo. No sabemos si su señora le siguió en este asunto, pero sí que a raíz de ello tuvo algunos problemas para percibir la pensión, de unos 500 reales al mes. La hija, Carlota, produjo, andando el tiempo, una novela histórica, La ilustre heroína de Zaragoza, de horrible calidad y demasiado fantasiosa. La dedicó a Isabel II, con el propósito de fomentar el mito y heredar la pensión de su madre. En 1857 muere Agustina en Ceuta, de una afección respiratoria. Y su desaparición no despierta ni clamores ni ecos. Al viudo y a sus herederos se les concede el baronazgo de Cobos de Belchite. El 19 de julio de 1909, con motivo del Primer Centenario de los Sitios, finalmente, Agustina es enterrada en Zaragoza, en la Capilla de las Heroínas, junto a Manuela Sancho y Casta Alvarez. NOTAS IMPORTANTES:
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Agustina, la musa de la guerra. Fue el oportunista general Palafox quien la convirtió en una leyenda durante los Sitios de Zaragoza. Agustina de Aragón amaba el cuartel, las acciones guerreras, el escalafón y la nómina. Hasta Lord Byron cantó sus hazañas.

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